viernes, 7 de septiembre de 2007

Gotemburgo-Madrid-Filadelfia-Chicago-Iowa (Parte TWO)

VI

Organizados como en contadas ocasiones, alquilamos un hotel justamente en la boca del metro que nos trajo del aeropuerto. A la una de la tarde, soltábamos las valijas en la habitación que caían como bolsas de papa en el piso moqueteado. Estábamos con hambres, de una cama por un lado, y de comida por otro. Como no podíamos mover más el esqueleto, primó la cama. Nos manyamos 7 horas de sueño continuo, sin cortes, con postre y todo. A las nueve salimos a comprar algo para saciar la otra hambre. Salimos luciendo unas camperas que los 20 y pico de grados que hacían las transformaban en objetos ridículos y de fuera de temporada. Solamente un ultramarinos atendido por chinos o en su defecto por orientales, puede estar abierto. Pan, mortadela, agua, algún chocolate de postre y unas frutas, que al fin y al cabo puede terminar saliendo lo mismo que un menú en un restaurante, fue lo que comimos a la luz del televisor. Un telediario y una ducha después estábamos en la cama otra vez para completar las 16 horas con el ojo pegado, que equilibraron el balance del sueño que traíamos en números rojos.

VII

A las once horas estábamos otra vez en Barajas haciendo la cola para el check in del vuelo 741 de US Airways a Filadelfia de la 1 de la tarde.
Primer control. Cuando solamente teníamos dos personas delante nuestra, se nos acerca una joven de la compañía a pedirnos los pasaportes y preguntarnos sobre el equipaje, a dónde íbamos, por qué motivo, dónde nos quedaríamos, por cuánto tiempo, etc. Aunque sabíamos que todo estaba en orden, siempre pasa que nos pone muy nerviosos estas situaciones y la ansiedad es tal que querés estar ya del otro sentado esperando que abran la puerta de embarque.
Segundo control. Un poco lento para la cantidad de personas que había esperando pero sin inconvenientes. Despachamos las dos valijas grandes.
Tercer control. Nos metemos en un brete en zigzag para pasar por el escáner los bolsos de mano y a nosotros mismos. Pa´ fuera todo lo que sea de metal, monedas, cinturones, relojes, además de las billeteras y las camperas. Se imaginan el caos que se genera cuando la gente recoge las cosas de las bandejas que han rodado por la banda. La gente se amontona a la salida arreglándose los pantalones observando con cuatro ojos que nadie le toque las cosas de su bandeja. Es estresante y se llega a putear al sistema de control tan estricto, pero si uno lo ve más allá de las molestias, se termina aceptado porque es por tu propia seguridad.
Cuarto control. Cuando creíamos que todo había acabado, cien metros más adelante, en una garita de vidrio, esperaba un policía con cara de exigir ver los pasaportes y las tarjetas de embarque nuevamente. Rápido y a vuelo de pájaro, buscó la hoja donde descansa, digna de respeto y orgullo, la visa expedida por los United States of América con una década de validez. Cuando la encontró, agarró el sello de salida y lo estampó en la hoja siguiente.
Quinto control. Antes de llegar a la puerta de embarque (25 para los cabalistas) otra cola se había formado. Otra vez teníamos que mostrarle el pasaporte y la tarjeta a los señores que insistían con preguntas como quién hizo las valijas, si llevábamos regalos, si las habíamos tenido todo el tiempo con nosotros, y bla bla.

VIII

Ahora lo único que queda es meterse en el fuelle que une la puerta de embarque con la puerta delantera del avión. A escasos cincuenta metros estaba parado un azafato que nos recibía con cara sonriente y nos indicaba por cual de los dos pasillos debíamos seguir para encontrar nuestros asientos. A sus espaldas comenzaba la zona vip, la primera clase, el lugar de los afortunados que pueden pagar además de un buen servicio, un asiento más cómodo, más ancho y más reclinable que el nuestro de clase turista o económica. Al final del pasillo en la fila del medio estaban los asientos 37 C y D, sin ventanilla y en el culo del avión.

IX

Puntuales, a la 1 de la tarde, entramos en la pista, prontos para el despegue. 15 minutos después rodábamos como un fórmula 1 con alas para tomar el impulso necesario para remontar el vuelo. El pájaro pudo por fin sacudir sus alas. Instantes después sentí en el pecho algo punzante y frío. Para mi sorpresa, el mismísimo Tío Sam, inmortal y serio como siempre, había puesto su dedo afilado en mi pecho. “I want you”, dijo en un perfecto inglés norteamericano y posteriormente me hizo una guiñada cómplice que duró hasta que dijo en uruguayo montevideano: “Ale, que te guste mi país y disfrutá mucho de tus sobrinos. Good luck, brother”.

X

En total, siete horas y media de viaje. 217 minutos se fueron en 2 películas (300 y Cerdos Salvajes) que elegimos en la pequeña pantalla ubicada enfrente de nuestras cabezas, una para cada uno de los pasajeros. Un invento increíble. Uno va al menú y puede elegir una película, un documental, música, una serie de TV. El resto del tiempo, ojeamos alguna revista, fuimos al baño y estiramos las piernas como recomiendan para facilitar la circulación sanguínea un poco estancada en estas situaciones. Dormimos muchas veces pero muy poco tiempo. Unos 20 minutos después de que el avión logró estabilizarse en la altura adecuada, el personal de cabina, 3 azafatos y 3 azafatas, empezaron a servir la comida. Se podía optar entre pasta o pollo. Como somos casi los últimos para optar por un menú o por otro, era evidente que una de las opciones se acabaría antes de llegar a nosotros por lo que nos ahorraría la difícil decisión. Nos conformamos con el pollo, que venía muy arregladito dentro de una bandejita de plástico herméticamente cerrada con un nylon transparente. El resto del menú, ubicado en diferentes compartimentos hechos a medida para que entraran perfectamente en una bandeja de cartón, se componía del platito principal, una ensaladita de fruta, un potito con mousse de chocolate, 4 galletitas saladas, un croissantcito, un cuadradito de manteca. Aclaremos que uso diminutivos para hacer notar que por más que suene a mucha comida, en sí, lo que dan es un menú infantil.

XI

Mientras comíamos un refuerzo de jamón y queso que minutos antes habían servido, rellenábamos unos formularios obligatorios para presentar en la llegada. Uno era para la aduana, el azul, el blanco era para mí que necesitaba visado, el verde para Maria que no necesita visado por tener pasaporte sueco. Ya sobrevolamos Estados Unidos, en breve comenzábamos a descender en Filadelfia.

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