jueves, 29 de noviembre de 2007

El Tren de los Fantasmas

En el interior del Uruguay, sobrevive un pequeño pueblo llamado “El Ombú”, nombre que le fue dado por la gran cantidad de estos árboles que existen en sus alrededores. Este pueblo, supo ser uno de los más grandes centros industriales y motor del desarrollo del país, allá por la década del treinta.
Los “ombuenses”, como se los llama a sus residentes, vivían su máximo esplendor económico gracias al gran dinamismo de la producción. La prosperidad fue en aumento, y así, el pueblo, se transformó en ciudad, capital industrial del Uruguay. No le hacía falta nada que provocara la envidia de las demás urbes vecinas importantes. Un hotel cinco estrellas, colegios y clubes respetablemente privados, barrios residenciales, etc.
Como si esto fuera poco, enclavada en uno de los rincones de la ciudad, emergían exuberantes, una rueda gigante y un cartel colorido, que daba la bienvenida al parque de diversiones “Ombulandia”. El gusano loco, calesitas, sillas voladoras y muchas otras diversiones más. Uno de los juegos mas recordados por los citadinos era el tristemente célebre Tren Fantasma. Mi abuelo fue el primer y único boletero de este juego. Según los relatos de mi abuela, las personas entraban en él y desaparecían en su interior, sin explicación alguna. Los padres que esperaban a sus hijos, y algún novio miedoso que esperaba a alguna novia, al final del recorrido, se iban con las manos vacías.
A los pocos días de abrir el parque, la alarma sonó en todos los rincones de la ciudad. Nunca se encontró una explicación a los horrendos hechos. Dos empleados del parque, encargados de asustar a los clientes en el interior del juego, fueron detenidos. Se los acusaba de secuestrar a menores y mujeres. Posteriormente, fueron puestos en libertad por no encontrarse ninguna prueba que los implicara en el caso.
Se decía, que los desaparecidos eran siempre menores de diez años y mujeres de cualquier edad y estado civil. Aunque un par de investigadores, algún padre desesperado y una decena de novios desdichados que entraron, tampoco aparecieron más. Unos decían que en algún lugar existía un gran pozo por el cual, los infortunados, caían atraídos por una fuerza magnética y sucumbían consumidos por el fuego del centro de la Tierra. Otros creían en la versión que decía que un gran monstruo protegido por la oscuridad del lugar los tragaba sin dejar rastro alguno.
Los ciudadanos, prohibían a sus hijos y a alguna esposa, no subir más en él, inclusive no pasar por las inmediaciones del juego. Por varias generaciones, se tomó como un hecho folclórico asustar a los niños pequeños, con llevarlos al Tren Fantasma, cuando estos se portaban mal o no comían toda la comida. Sólo algún turista despistado osó usar el juego, obteniendo como resultado, el final catastrófico ya sabido.
Una vez mi abuelo, en sus largas tardes de aburrimiento en la boletería, encendió el juego y el tren completamente vacío corrió por los rieles. La sorpresa fue mayúscula cuando un niño, de baja estatura, asomó su cabeza sentado en la primera fila. Mi abuelo corrió hacia él, lo tocó, le palmeó las mejillas preguntándole si estaba bien y en dónde había estado. El niño, también con cara extrañada preguntó por sus padres. Mi abuelo, sin salir de su asombro, le dijo tartamudeando que sus padres estaban en la casa y vendrían pronto a buscarlo. “¿Qué te pareció el paseo?”, preguntó el abuelo queriendo encontrar en el niño la revelación del enigma. Este sólo contestó despreocupado que el tren fantasma era muy aburrido y el recorrido sumamente corto. A partir de ese día, el tren fue encendido cuatro veces al día, haciendo doble recorrido. Al cabo de un mes, se le ordenó al abuelo que cesara con la prueba que hasta el momento había sido en vano.
Mi abuelo trabajó, en el parque dos meses más, según el recuerdo de sus compañeros que lo vieron por última vez. Mi abuela, con casi noventa años, sigue creyendo, con porfiado odio, que él se fue a otro país con alguna muchacha más joven que conoció en el parque.
En mis esporádicos viajes al derruido pueblo, sólo veo muerte. Los cadáveres de las fábricas, las ruinas de la prosperidad yacen cubiertas de polvo y maleza. En el triste parque de diversiones todavía está en pie, resquebrajado y sombrío, el fatídico Tren Fantasma. A su frente, inclinada y asaltada por el herrumbre, está la cabina donde mi abuelo, que conocí sólo por fotos y relatos, trabajaba vendiendo boletos. En el vidrio astillado y cubierto por una capa gruesa de polvo gris, todavía se deja leer el cartel amarillento y prolijamente escrito que dice: “regreso enseguida”.



sábado, 24 de noviembre de 2007

El joven que creyó ser más viejo

Esta breve y tonta historia sucedió hace varios días mientras conversaba con un amigo, que llamaré ZZ, no sé en donde, tal vez en Suecia, tal vez en España, en el planeta Marte o en las profundidades de alguno de mis sueños. ZZ comenzó a contarme que a otro amigo en común, al que llamaremos XX, le había ocurrido algo muy curioso. A este amigo común, dijo mi otro amigo, también común, había vivido casi un año entero convencido de que cumplía una edad que no cumpliría. Juraba y perjuraba que en su próximo cumpleaños llegaría a la cantidad de veintinueve años, pero él en realidad según su carta astral, la buena memoria de sus padres y las matemáticas que casi nunca fallan, cumpliría la módica suma de veintiocho.
En algún momento de este último año, XX, perdió la cuenta. Parece tonto, no?, decía ZZ mirándome a la cara entre risitas bobas. Puede pasar, le respondí yo devolviéndole las risas. Según mi amigo, XX, tuvo un año muy difícil, bastante movido, de aquí para allá, y posiblemente en esos meneos y vaivenes del viaje de la vida se le cayó el almanaque mental y lo perdió vaya a saber donde.
Lo más grave fue la crisis, por error, que estuvo sufriendo todo ese tiempo mientras duró el cálculo fallido. No es lo mismo cumplir un año más que cumplir un año menos, ¡es el sueño de cualquiera!, gritó mi amigo ZZ y me hizo despertar del atolondramiento momentáneo en el que estaba, pensando en XX, en los conflictos psicológicos por los que tuvo que haber pasado, y sin querer. Pobre XX, yo en su lugar no sé que hubiera hecho, ya que también sufro con la acumulación de años, cada año que sube es una lagrima que cae. Pero pensé: los años no tiene porque ser los que nos marquen el escalón de la vida en el que estamos, somos más que una cifra, somos también momentos, instantes.
Y como si de una fiesta pasáramos a un velorio, mi amigo dijo, Yo sí voy a cumplir veintinueve. Su cara cambió, de la sobrada alegría del principio paso al abatimiento, a la derrota. Sacudió la cabeza y la fue bajando lentamente hasta que miró el suelo y se mordió el labio. Para qué, también para mí se terminó la fiesta y la alegría, miré el piso y le ayudé a buscar a mi amigo lo que se le había perdido. Pocas neuronas se necesitan para saber que lo que buscábamos era el tiempo, de los años 1 al 28, escurridos entre día y día mientras pensábamos y soñábamos en el 30 o en el 50. Decimos siempre que el pasado pisado, pero conscientemente pisoteamos también el ahora y terminamos dando manotazos de ahogados al después, que nunca deja de ser un espejismo en el desierto del destino. Pero lo hemos pisoteado y apisonado tanto que vaya a saber cuantos metros bajo tierra estarían esos cadáveres resecos de nuestros pasados sosos. Sin demasiada esperanza, seguimos cavando ese suelo polvoriento que teníamos bajo nuestros pies.
Pasó un triste y callado minuto hasta que le dije, casi en un susurro, que XX era afortunado por cumplir un año menos. Mi amigo, sin dejar de observar el piso, asintió con la cabeza dos veces y en un suspiro corto dejó escapar un entrecortado. ¿Es el único de la generación que cumple uno menos que el resto?, pregunté, persistiendo con la búsqueda. Mmm, debe ser, dijo el otro. Pasaron otros segundos, en el que un montón de hechos pasados se desparramaron rápidamente por nuestras mentes, como si estuvieran conectadas a una misma máquina de pensar. Como cuando los piratas comienzan a perforar la isla en busca del tesoro y por fin, casi tocando el centro de la tierra y después de sudar más que suficiente, el sonido seco de la madera les advierte que han encontrado lo que quieren.
Sin piernas de palo ni parches en los ojos, levantamos las cabezas rápidamente, de forma sincronizada, nos miramos, como si estuviéramos frente a un espejo, sobre el posible tesoro. Teníamos la cara estirada y los ojos muy grandes. Los dos abrimos la boca a la misma vez y dijimos simultáneamente, reflejándonos el uno en el otro, ¿En qué año nació XX?, y respondimos, otra vez en duplicado, En el 78, y seguimos, ¿Y nosotros?, pregunté, En... también... en el 78, contestó ZZ con voz titubeante. Un escalofrío corrió por mi espalda hasta que se convirtió en un balde de agua helada que cayó en forma de diluvio universal sobre todo mi ser, lo mismo debió haber ocurrido a mis amigos, el del espejo y XX.
¡Acá está, capitán!, gritó el marinero desde el fondo del pozo. Somos ricos, ¡ábrelo rápido!, fue la respuesta de jefe de los piratas.
Contamos varias veces con los dedos y era cierto, también tenemos veintiocho. Mirando fijamente los ocho dedos erectos de mis manos dije, ¿Qué tonto? (en realidad dije otra palabra más ordinaria). Mi amigo ZZ no dijo nada porque seguía contando y repasando la cuenta. Ya con los dedos acalambrados, mi amigo y yo nos miramos y comenzamos a reírnos hasta mas no poder, hasta que el estomago dolió.
Somos ricos, repitió el capitán contemplando aquel enorme cofre lleno de oros y diamantes. Los piratas se abrazaron y gritaron de alegría. Nosotros también nos abrazamos y nos palmeamos las espaldas. Vos de octubre, le dije, ¡Y vos de agosto!, dijo a las risotadas y preguntó, ¿Qué día?, El 30, le dije sin dejar de reír y sosteniéndome el estomago con las manos, ¡Es la semana que viene!, dijo ZZ ya sin risas pero con lagrimas dulces en sus mejillas, me puso la mano en el hombro y continuó, ¡Nos vamos a festejar!, ¡Claro que sí!, le dije apretándolo con otro abrazo.
¿Qué hacemos con todo esto capitán?. Disfrutarlo al máximo, vino para todo el mundo!, gritó y todos repitieron la frase, algunos ya se lavaban las manos entre piedras preciosas y joyas, otros provocaban una lluvia dorada y espesa que caía del cielo y los empapaba.
Y en los bares terminamos, brindando muchas veces por XX, por las cosas que todavía faltan hacer en estos dos años con 28, porque desde ahora vendrá el después, por los que cumplimos y por los que no, y otros tantos brindis mas por todos los tontos que hemos creído y creemos ser mas viejos de lo que somos, y por los piratas, no nos olvidamos de ellos, que siguieron buscando tesoros, por el simple hecho de que era divertido, ya que el oro les sobraba.

AA.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Otoño

Miren que lindos son los otoños en Estados Unidos. Las hojas y las palabras sobran.


Mati y Santi. Santi y Mati.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Amigos (II)

Si la otra orilla se ha hecho invisible
Si hay mas agua que sal en el océano
Si un kilómetro es eterno para un cojo
Si las navidades son un poquito más frías
Si al paciente lechón le falta compañía bajo la parra
Si el cóctel potente se congela en el freezer
Si deja de girar la ronda de mates
Si falta uno para tapar agujeros
Si queda un hueco en el banco de la plaza
y en la ventana de una automotora
Si la espalda echa de menos unas palmaditas
Si las anécdotas ya no son las mismas
Si te ocurren todas o una de estas cosas
Si estás triste por ser un huérfano de amigos
No acuses a los dioses ni a los hechiceros
No te entregues a los licores del olvido
Mejor transfórmate en una onda sonora
Conviértete en un impulso electromagnético
Camúflate en un bit, en un @, en un .com
Sé una idea, un sentimiento
Viaja, viaja, viaja a donde sea
Tan liviano como una pluma
Que se lleva el viento
Bailando, cantando, feliz
Al lugar de encuentro
Donde un día, ya no importa cual,
La orilla era la misma
El océano era el ancho de una calle
Y los huecos no eran aire
Sino una oreja, un hombro y un abrazo
Que no se han ido
Que no se han marchado
Que no se han evaporado
Al contrario
Siguen siendo
Siguen viviendo
Siguen creciendo
Por arte de magia
Por arte de nostalgia
Por arte del recuerdo

Lauro y Ariel, buena gente pero como amigos, lo mejorcito que hay.

martes, 13 de noviembre de 2007

¿Por qué no se callan?

“¿Por qué no te callas?”, esa es la frase que recorre el mundo en este momento, y España está inundada, empapelada y youtubezada con este desliz del jefe del Estado español, el Rey Juan Carlos I. La cumbre iberoamericana, celebrada en estos días en Chile, seguramente tuvo consecuencias positivas, muchas o pocas, para toda la región de América Latina, tan castigada y bonita. En España también tuvo consecuencias positivas, pero para los medios de comunicación. Poco se hablaba de lo que se hablaba en Chile, a pesar de los enviados especiales y corresponsales apostados allí, hasta que la intervención del rey español, sacudió la modorra de las editoriales de los diarios y las tertulias políticas, económicas y del corazón de las radios y las televisiones. El por qué no te callas fue para los medios una inyección de “algoparadecirilina” en sus programas vacíos ya de contenido y donde el raspe que rasque a las noticias y debates ya no daban para más.
El sábado por la noche soñé con esa imagen del Rey haciendo callar a Chávez porque no dejaron de pasarla por televisión. El domingo compré El País y ahí estaba mi sueño en portada. Todas las portadas tenían esa imagen.
Esa reacción airada, desmedida, poco certera del Borbón de turno, creo yo, tiene muchas lecturas según quien la analiza. El Rey, por más azul que tenga la sangre, por más corona y por más presupuesto del estado que se gaste, es una persona de carne y hueso, como cualquier animal humano, aunque por allí se comente que es un sapo deshechizado con un beso de la dictadura franquista. Si nos ponemos en su piel borbónica, en ese momento candente del debate entre presidentes y diplomáticos, con un Chávez tratando de fascista a un ex presidente español (y yo no seré el que pone las manos en el fuego por ese), acusando de conspiradores de un golpe de estado fallido en Venezuela al gobierno español de Aznar y a los empresarios españoles, y sobre todo, que no dejaba hablar a Rodríguez Zapatero que tenía la palabra, interrumpiendo todo el tiempo su discurso, es normal hombre, que la reacción no es diplomática ni respetuosa, estamos de acuerdo, como no son nada diplomáticas ni respetuosas las intervenciones de Hugo Chávez, ya sea en su programa de televisión, en una cumbre o en la mismísima ONU.
¿Quién no tiene ganas a veces de hacer callar a Chávez? Por favor, antes me caía bien, simpático, e incluso compartía sus excentricidades, hasta que se hicieron normales, previsibles diría y comenzaron a fastidiarme un poco, y más cuando se tira con pies juntos a sus rivales, con sobrada razón o sin ella, son sus formas las que no se caracterizan por ser tan correctas.
Otra cosa es que el Rey de España, la Monarquía por gracia divina, es una figura que históricamente ha estado ligado a los países latinoamericanos y que sus antepasados destruyeron culturas extraordinarias y expoliaron todo lo que se les antojó de nuestras tierras, dejándonos pobres y huérfanos. Antes, entonces, el Rey mandaba a callar con el dedo en el gatillo. Ese fue el recuerdo que nos quedó de cuando éramos colonia. Hoy por hoy, libres y democráticos, los países latinoamericanos ya no son más colonias españolas, por lo que ese gesto de hacer callar a un presidente de un gobierno latinoamericano pudo haber dolido a más de uno y le trajo a la memoria las sombras del pasado. Aunque ahora, las monarquías europeas que se mantienen no son las mismas de antes, están descafeinadas y son poco y nada relevantes políticamente, eso sí, con buen apoyo popular, aunque habemos muchos que pensamos lo contrario, ya que esta institución pomposa tiene que ver más con la mentalidad de la Edad Media que con la actual. Entiendo a los que se sienten dolidos, pero personalmente me decanto por lo primero que dije, el monarca es una persona que se olvidó de la diplomacia y las buenas maneras y metió la gamba hasta el fondo. Creo que muchos la meterían en ese momento, con o sin corona, de oro o de cobre.
Una cosa es cierta, Juan Carlos I, Juanca para los amigos, metió la pata, mandó la diplomacia al retrete, nada más, no le busquemos la quinta pata al gato. Los que si están contentos son los medios, que invierten litros y litros de tinta, horas y horas de programación en justificar y condenar la actitud del Rey. Lo último de esta fiebre, son unos tonos para celulares con la famosa frase. Incluso en este blog ha tenido su lugar. Y alguien estará pensando o dirá: eh tú, "¿por qué no te callas?". Ya voy.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Postales de Uruguay (II)

Buscadores S.A.

Inclinado, perdido...
¿Buscará el futuro de sus hijos
o el diario presente?
Tal vez el “para cuando” de sus ilusiones
o el “por qué” de su realidad.
¿Buscará el amor de una mujer
que nunca perdió?
¿Buscará el compromiso que no firmó
y contrajo al nacer?
La deuda con el país más endeudado del mundo.
O a lo mejor, busque la lista de cosas que estaría haciendo

con esos millones de dólares.
¿Buscará su voto o su pasaporte?
Tal vez las ocho horas.
¿Buscará lo humano de sus Derechos?

Tal vez la dignidad de los responsables
que le hicieron perder lo que esta buscando...
¿Estará hurgando en su pasado?
¿Buscará tan joven su juventud?

Tal vez el sueño que conciliaba por las noches.
O será accionista de la sociedad anónima de buscadores de cosas perdidas.

Una sociedad, que para ser miembro, sólo tiene un precio: el costo de vida.
Algo encontró.
No sé qué.
Lo puso en su carro.
Testarudo y esperanzado siguió probando con las demás bolsas de basura...





Buscadores de objetos perdidos por las calles de Montevideo

domingo, 11 de noviembre de 2007

Amigos (I)

Barbacoa en la terraza de Sevilla entre amigos de varias nacionalidades. Linda (Colombia), Thomas (Alemania), Fernan y Ángela (España), Ángela (Colombia), Úrsula (Inglaterra), Jose (España), Mariana (Suecia y Uruguay) y Alejandro, o sea, yo (Uruguay).



En Barcelona, visita fugaz a la familia Martirena, Marcelo, Andrea y Edu.

Postales de Uruguay (I)

Para mí Uruguay ha sido, es y será mi casa, mi familia, mis amigos y mis raíces. Aunque las corrientes marítimas y los vientos del este me empujaron para este lado del planeta, nunca olvido, ¡como podría!, al país en que nací. Todo lo contrario, siempre que puedo hablo de él, recomiendo a los europeos que vayan a bañarse a sus playas, a Rocha, al Polonio, que lean a Benedetti y a Galeano, que ya que andan por Buenos Aires por qué no cruzan a Colonia y a Montevideo, que Gardel es uruguayo, que la mejor carne asada se come allí, que el carnaval es el más largo del mundo, que escuchen una murga y que se muevan con el candombe, que se tomen un mate mientras pasean por la rambla, que me encanta Uruguay, ah… que me gustaría ir a ver a mi gente.
Un día, mi amigo, el poeta, fotógrafo, compositor, cantante y ahora bloguero de serrucho en mano, salió de paseo por Montevideo con la cámara de fotos pegada al ojo y me mandó el resultado, unas postales de la capital que no intentan otra cosa que hacerme viajar a mí y a los esporádicos visitantes del Katalejo al pequeño país del Cono Sur que una vez me despidió secándome las lagrimas e infinitas veces me recibe preguntándome cómo me ha ido.

Bares con historia: La Papoñita y El Gaucho. Teatro El Galpón. Av. Italia.

Zonas de aprovicionamiento callejero. Chorizos protegidos del frío, churros, maníes, pop...




Hospital de Clínicas (Av. Italia y Centenario). La Intendencia y un ómnibus de Cutcsa. Palacio Legislativo. Palacio Salvo.


Monumento a la carreta. Estadio Centenario. Lago de Parque Rodó. Puerta de la Ciudadela.


La rambla de Montevideo. La playa añorando el verano. Músicos callejeros y tamborileros haciendo candombe.


La Ciudad Vieja: Feria en la Plaza Matriz y el Cabildo.

Un agradecimiento especial a Hernán

viernes, 9 de noviembre de 2007

Mala Pata

Hace unos días, mi hermano mayor, no por cuestiones de edad, porque le llevo de ventaja unos cuantos inviernos, sino por cuestiones de físico, porque me lleva varias cabezas de altura, sufrió un accidente en su moto cuando circulaba por las calles de Trinidad. El resultado fue un puzzle de varias piezas en su pierna que los médicos de la capital están tratando de resolver con clavos y herramientas de tornero. Además de llamadas por teléfono, que parecen unas cañas de pescar con una tanza larga larguísima que pesca voces temblorosas, esperanzadas, animadas, preocupadas, roncas, mal dormidas, doloridas, no se me ocurre otra cosa que estar ahí, con el FEDE, al lado, abrazando, aunque no me vean, sentándome en las salas de espera de los hospitales con mi madre, con mi padre, con mis tías, con mi abuela, con mis otros hermanos, con los amigos. También quiero estar, diciendo...
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Para el Fede
La F.E.R.I.A.


El otro día en la verdulería de Paco, una vecina, abanico en mano, nos comentó que la feria había llegado a la ciudad. La feria extraña, como le decía ella. Una amiga suya, varios años atrás, había conseguido “suerte” y una camisa que le hacía parecer 20 kilos menos.

- A la semana sacó la lotería y cuando se ponía la camisa parecía una modelo, como estas que salen por la televisión.
- ¿Y eso dónde queda? – le pregunté con curiosidad.
- Allá, en el descampao, donde termina la ciudad - dijo la vecina, cerró el abanico con habilidad y lo puso apuntando en dirección al cajón de los tomates, entre los ajos y las manzanas – La última parada del 37 – agregó.

Aunque no hace mucho que estamos en Sevilla, nunca habíamos oído hablar de esa feria tan extraña, pero si nuestra vecina, que a esa hora pedía como si tal cosa un kilo de pimientos rojos, esta en lo cierto, venía muy bien para conseguir algo que en este momento necesitamos como sea. Igualmente nos miramos incrédulos con Maria por unos segundos, desconfiando de las intenciones de la vecina.
Cuando llegamos a casa con la mitad de la compra, porque con esto de la feria nos olvidamos de la mitad de las cosas, no lo pensamos dos veces y salimos en busca de la feria. Tomamos el ómnibus número 37 que pasa a dos cuadras de donde vivimos, con rumbo a la zona indicada. Al final del recorrido, en la última parada, le preguntamos al conductor si sabía algo de una feria, sin mencionar el adjetivo “extraña”, que se hacía por la zona. No tenía idea de la existencia de tal feria, menos en ese lugar del mundo. No se que nos dio en ese momento pero quisimos creerle a la vecina y caminamos rumbo al descampao, hacia el fin del mundo, empujados por la esperanza.
Faltaban minutos para el mediodía. El sol cada vez más cerca, abrazaba. En el mismísimo final del final del pueblo, en el descampado sin campo, seco, sin más vida que la del viento arremolinado que cruzaba de norte a sur levantando a su paso el polvo amarillento que hacía difusa una interminable caravana de puestos. Allí estaba la feria. Tenía razón la vecina.
Una gran puerta nos recibió con un “Bienvenidos extraños a la FERIA”. La monumental entrada de madera nos digirió silenciosamente. Aparecimos entre una muchedumbre enloquecida que caminaba por la única calle que existía. Esta no tenía un final aparente y era lo que separaba las dos filas infinitas de puestos. Parecía una feria medieval. Poco tenía que ver con la ciudad moderna que desaparecía a unos mil metros de allí. Un joven harapiento repartía unos folletos. Con cara seria y cansada se acercó a nosotros arrastrando las alpargatas, dejando suspendidas pequeñas nubes de polvo con cada paso. Nos dio uno a cada uno y siguió su marcha silenciosa y automatizada. Cuando tuvimos el folleto en nuestras manos nos dimos cuenta de que la F.E.R.I.A. es una sigla que significa Feria Extremadamente Rara de la Imaginación Ambulante. Fue la confirmación de que algo no era normal en todo esto. El folleto también advertía que estaba totalmente prohibido el “querer por querer”. Al ser todo gratis, las cosas que allí se daban debían tener una justificación, ser necesario para el que lo requería. “Consumistas abstenerse”, rezaba categóricamente más abajo en negritas y cursiva. También se prohibía darle de comer a los animales y apoyarse en las vitrinas de vidrio. Todo estaba siendo vigilado y controlado por el personal de seguridad vestido de paisano que paseaban camuflados entre la gente.
El primer puesto que aparecía a nuestra derecha era de joyas. Pulseras, anillos y cadenas de plástico duro de diferentes colores que se convertían en alhajas de oro y de piedras preciosas. Un negro gigante, con el torso desnudo, opacado por la polvareda, las ofrecía cubriéndose poco a poco el brazo de pulseras y el cuello de cadenas que se convertían en joyas “caras” al momento de usarlas. Con una amplia sonrisa, mostrando sus dientes brillantes que cegaban al que lo mirara, posiblemente del mismo plástico que el de las falsas joyas, ofrecía su producto a los gritos, en un castellano poco definido. Pase y llévese una, decía el negro, estas joyas solo brillan cuando tienen que brillar, estas joyas eran inimaginables hasta ahora. El oro de verdad decide quien es pobre y quien es rico. Los diamantes auténticos están manchados con la sangre inocente de nuestros hermanos. Las piedras preciosas genuinas son muertes horrendas. Pasen, Pasen…
Mientras tanto, la muchedumbre avanzaba, llevando y trayéndose consigo un murmullo constante y ensordecedor, bajo una nube de polvo que se pegoteaba en los cueros sudorosos y en los pulmones de los que andábamos por allí. En otros puestos prometían vacas que daban leche chocolatada, gallinas que ponían huevos pasados por agua y de pascuas. Otros tenías grandes jaulas con pájaros que entonaban exitosas melodías de todas las épocas. No faltaban las carpas de adivinos y adivinas. Unos sabían tu pasado, como cualquier dueño de su pasado lo sabe, otros se atrevían con el presente, pero ninguno quería arriesgarse con el futuro. La razón: la imaginación es tan impredecible y amplia que nadie puede adivinar lo que imaginaremos pasado mañana, ni siquiera nosotros mismos.
Pero, ¿dónde pudo haber pedido la amiga de nuestra vecina la “suerte”? Seguimos viendo quioscos que daban nudos de corbata y de cordones. Otros ofrecían loterías y quinielas con premios. Para los que querían dejar de fumar se entregaban cigarrillos ya fumados. Para los haraganes, daban sueldos, libros leídos y crucigramas resueltos. Para los que hacían dieta, comida comida recién hecha. Otros prometían besos dados, por dar o robados. No faltaban los que aseguraban tener las pociones contra el estrés, la envidia, la intolerancia y para conseguir un amor imposible. Cartas recibidas o enviadas, ya sean anónimas, de desconsuelos, de amor y de amigos desconocidos. Bellas durmientes que entre tantos besos no encontraban su príncipe valiente. Unas brujas juraban tener sapos encantados que se convertirían en el hombre ideal solo con imaginarlo. Eso sí, nadie estaba seguro de que se aceptaran devoluciones. Los dentistas recomendaban a los padres pasar por el puesto de chupachupas chupados, chicles masticados y caramelos picantes, como el mejor remedio para las caries de sus hijos. Pero en ningún lugar estaba el puesto de cosas que no son cosas. ¿Cómo preguntaremos por un lugar así? Este es un lugar extraño y todos somos un poco extraños, una pregunta extraña no será extraña en este lugar tan…especial.
Nos acercamos a la anciana que juraba tener “amor correspondido” por correspondencia. Tenía un pañuelo floreado atado a la cabeza que apenas dejaba escapar unos mechones plateados sobre su frente. Estaba pegando sellos en las cartas. Pasaba la lengua por la goma del sello, lo apretaba contra el sobre y lo lanzaba por encima de su hombro a una montaña de cartas sin destinatario ni remitente. Cuando le fuimos a preguntar, la señora escondió la lengua y sonrió sin mostrar los dientes. Automáticamente y sin mediar palabra señaló hacia la muerte de la calle. Solo dijo:
- El viejo del final, entre el puesto de papas fritas sin colesterol y el peluquero de calvos - y siguió como si nada, lamiendo sellos y tirando cartas al montón que crecía a sus espaldas.
Sorprendidos, acatamos las directrices de la señora y comenzamos a movernos hacia allí sin dar las gracias.
El olor a las papas fritas era cada vez más intenso. El puesto estaba envuelto en una espesa nube de humo de la cual salían uno tras otro, los niños con su bolsa de papas fritas sin colesterol, sin dudas un avance importantísimo de la ciencia. Un espigado peluquero de pelo y bigote teñidos de negro azabache y enfundado en una impecable túnica blanca, sostenía un pequeño espejo redondo mientras su cliente, un calvo de toda la vida, le señalaba zonas de la cabeza que merecerían algún retoque por parte de sus afiladas tijeras. El viejo que buscamos está donde dijo la señora del “correo”, sentado en un banco destartalado de cuatro patas. Tiene medio metro de barba blanca, que se le dibuja perfectamente en su cara oscurecida y ajada por el sol, perecida a la de los sabios griegos. Apostaría lo que sea a que cada centímetro de esa barba tiene una historia diferente para contar a sus nietos, una especie de disco duro blando y esponjoso. El pelo, abundante y revuelto, también era canoso. Los ojos marrones, compasivos y tiernos, descansaban sobre ojeras abultadas. Llevaba una remera estirada del “Hard Rock Café”, con un gran agujero justamente donde estaba la “o”. Unos vaqueros gastados y un par de alpargatas sucias, que en tiempos inmemoriales fueron blancas, con tantos bigotes como tenía su dueño, seguramente eran también sabias, conocedoras de mil y un camino. A un lado, en el suelo, había un castigado maletín de cuero negro, perdido y encontrado más de una vez, y en el otro lado yacía un perro escuálido y famélico estirado a lo largo de la sombra del viejo, que se alargaba tan lejos que rozaba el final de la feria, del descampao y del mundo.
Otra pareja estaba delante de él. Creemos que ya habían pedido. El viejo los miró intensamente y luego cerró los ojos. Parecía dormido. Estaba quieto, como en trance. Los párpados empezaron a oponerle resistencia hasta que apenas le cerraban los ojos. Los abre, levanta las dos manos con las palmas hacia arriba y ofrece algo a sus “clientes”. Aunque no tenía nada en las manos, los jóvenes no dudaron ni un instante en “agarrar” lo que el viejo les daba. Los jóvenes sonrieron, se miraron con complicidad, con picardía estaría mejor dicho. Inmediatamente después se lo llevaron a la boca, masticaron y tragaron rápidamente. Sonrieron, agradecieron dos o tres veces y se marcharon con pasos firmes y acelerados hasta perderse en unos matorrales marchitos comiéndose a besos.
Era nuestro turno. El viejo nos clavó la mirada. A sus espaldas la casi imperceptible ciudad blanca ardía a fuego lento.

- Estos jóvenes de hoy… – dijo y asintió con la cabeza mientras miraba sonriente la estela de polvo que había dejado la parejita – …me caen bien. – agregó por fin.
- ¿Usted que vende? - Le dije nervioso.
- Yo no vendo, hijo, doy. - Dijo el viejo sabio - ¿Crees tu que eso que acaban de recibir esos chavalitos es un kilo de caramelos o una caja de bombones?
- Pero era… nada.
- Hijo, te equivocas otra vez. Esa parejita de enamorados me pidió “amor eterno”, porque quieren vivir toda su vida enamorados, uno del otro. Yo estoy para eso, yo estoy para dar eso… hacer realidad los buenos deseos.
- Pero… ¿cómo sabe usted que mi deseo va a ser bueno?
- Primero, porque esta feria no aparece para los que tienen malos deseos. Eso por un lado. Por otro lado, como en este mundo hay gente pa tóo, tengo a mi fiel amigo Sócrates que me previene con sólo una miradita - El viejo bajó la vista buscando al perro pero este siguió abstraído en la más eterna modorra. – Pidan… lo que ustedes quieran, pero que no se toque, que venga del alma, del corazón o la mente.

- ¿Y la “fuerza” viene de ahí? – Preguntamos casi a coro.
- Sí. ¿Cuánto quieren? - Dijo el viejo tratando de apurar el asunto.
- ¿Cómo que cuanto queremos?
- ¿Quieren mucha o poca?
- Muchísima... ¡la del mundo! - esta vez sí lo dijimos a coro.
- ¿No mira al perro? - Le dije
- No… ¿pa qué? No me hace falta. Además, la hora de la siesta para él es sagrada.

Terminó de decir esto y cerró los ojos. Hipnotizados por el viejo, esperamos expectantes cerca de un minuto. Todo pareció detenerse. El murmullo enmudeció. Los olores se volvieron frescos y agradables. El viento se hizo brisa. El verano caliente se hizo primavera. Cuando abrió los ojos, el viejo nos preguntó:

- ¿Se los envuelvo?
- ¿¡Lo qué?! – dijo Maria abriendo los ojos lo más que pudo.
- El pedido. ¿Se los envuelvo para llevar? - insistió el viejo lo más natural del mundo.
- Sí… sí… claro... ¡Por supuesto! - Dije no muy convencido.

Entonces el viejo abrió el maletín y sacó algo invisible, por supuesto, por lo menos para nosotros. Lo “puso” cuidadosamente sobre sus piernas.

- ¿Es para regalo? - Pregunta el viejo.
- Sí, sí, es un regalo - que más podíamos decir
- Ah… entonces pongo el papel de este lado que es más lindo, por las flores.

Atónitos, seguimos mirando el ritual del viejo. Con su mano derecha colocó algo sobre el papel. Algo tan grande como toda su mano cuarteada. Lo envolvió cuidadosamente, con prolijidad. Por la forma de envolverlo, suponemos que tenía forma de una caja cuadrada.

- Aquí tienen. - Dijo el viejo acercándonos el “paquete” con sus manos.
- ¿De qué se trata todo esto? - Cuestioné.

El viejo era consciente y sabía a que me refería.

- ¿Es la primera vez que vienen a la feria?
- Sssí…
- Pero no será la última - Asegura el viejo dándole una caricia a Sócrates que no se inmuta, y continúa - Esto se trata de un sistema telepático-imaginativo que ha sido utilizado desde hace miles de años por muy pocos humanos. Les hablo de una forma de trasmitir sentimientos o pensamientos por vía imaginaria. La imaginación viaja más rápido que la luz y ni que hablar del correo. El mensaje se recibe inmediatamente. Además es más barato y limpio. La imaginación, además, puede hacer las cosas más visibles que para nuestro propio ojo y más sensibles que al tacto de los ciegos. Por eso ahora agarren el paquete. Llévenlo de recuerdo porque mientras estamos hablando nosotros aquí alguna persona en el mundo ha recibido lo que ustedes le enviaron. Nos vemos pronto…

Agarramos el paquete. Y, sí era cierto, lo vimos, tocamos el papel suave, vimos las flores, sentimos el peso. Cuando íbamos a agradecerle al viejo, una ráfaga de perfume nos empujo un par de pasos a la derecha. Un señor de unos 60 años, muy elegante, recién afeitado, vestido con un impecable traje azul y peinado a la gomina se paró recto y muy firme frente a nuestro viejo. Sin más, le espetó en el tono de una orden lo que deseaba:

- Ganar las elecciones municipales – dijo, miró hacia los dos lados y continuó, ahora agachándose un poco hacia el viejo - Como sea… por favor.

El viejo sabio miró a Sócrates. Éste despertó de su letargo y miró a su amo enderezando las cuatro patas.

- Creo que no va a poder ser – dijo el viejo acariciándose el medio metro de barba blanca – Le ruego que no insista.

El político apretó los labios, dio un paso hacia el viejo sabio y cuando fue a dar el segundo, Sócrates se levantó con tal vitalidad que mostró sus enormes dientes y avanzó rápidamente. Un solo ladrido bastó para que el político elegante y perfumado saliera corriendo suplicando clemencia.
El viejo acarició al perro que volvió a su sitio y nos regaló su sonrisa astuta y juvenil. Hay gente pa tóo, dijo con sus ojos. Entonces, con el paquete en la mano volvimos por el mismo camino. Ya habían levantado algunos puestos y otros se desarmaban parsimoniosamente. Antes de irnos conseguimos la colección completa del Quijote, ya leída por supuesto y una camisa Hawaiana reductora, para cuidar mi figura.
El mismo joven de los folletos nos esperaba bajo el gran portal con otro diferente que decía:

Gracias por visitar la Feria Extremadamente Rara de la Imaginación Ambulante. Recuerde que en cualquier momento puede encontrar una. Solo imagínela y allí estará, gratis. Nos vemos cuando usted lo desee.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Dos pájaros de un tiro

Dos días después de llegar a Sevilla, con lo que eso duele, con lo que eso significa, estábamos embarcándonos nuevamente en otra de las nuestras, esta vez hacia Barcelona. Estos pasajes y las entradas para el concierto estaban comprados hacía medio año. Viajamos, otra vez. Las piernas parecen seguir entumecidas del viaje de retorno. Llegamos a Barcelona. Nos movíamos automáticamente, como zombis. Maria, ¿a dónde vamos ahora?, Ale, tenemos un concierto espectacular esta noche. Que sensación rara, estábamos en el centro de Barcelona, con lo linda que es, sin entender que hacíamos ahí. Un poco atontados a causa de lo ajetreado de las vacaciones, aterrizamos sin aterrizar y paseamos sin pasear. Diga que ya conocíamos muy bien la capital catalana, que si no hubiese sido una oportunidad muy mal aprovechada.

Había una sola cosa que nos traía de las narices a Barcelona, el concierto que daban esa misma noche los tan jóvenes y tan viejos Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat. Una oportunidad única de matar “dos pájaros de un tiro”, que es precisamente así como se llama la gira mundial que en este momento gira por América Latina y que en breve estará haciendo escala en Montevideo con entradas agotadas, por supuesto, como es normal.
Nuestro día era largo. Vagamos sin rumbo unas horas hasta que decidimos irnos directo al Palau Sant Jordi que era el lugar del concierto. Para llegar al Palau es necesario subir la gran cuesta de Montjuic, en cuya cima está el Estadio Olímpico en donde se desarrollaron los Juegos Olímpicos de 1992. Las vistas desde allí son inmejorables, Barcelona queda a nuestros pies.


Montjuic. Palau Sant Jordi.

Al llegar al Palau, el ambiente era tranquilo, despejadísimo, vacío. No había nadie esperando o haciendo cola, como es de esperar, salvo un par de señoras jubiladas que se habían hecho unos cuantos quilómetros para estar en primera fila. Eran fans de Serrat, lo que no era nada de extrañar. Entre refuerzos de mortadela y cervecitas frías, lo pusieron al catalán en un pedestal. Al rato se acercan dos jóvenes que la pinta los vendía. Efectivamente, fervientes admiradores del irreverente andaluz. Las cartas españolas y la “conga” uruguaya ayudaron a pasar el tiempo. A falta de un par de horas para que abrieran las puertas del recinto seguía si haber mucha gente. Se habían formado algunos islotes desperdigados de fans que hacían círculos y, lamentablemente para nuestro oídos, mataban el tiempo tarareando canciones de no se quien.
Cuando afuera estaba oscureciendo, abrieron la puerta y enfilamos como ovejas por el brete, siendo los primeros en asomarnos a aquel gimnasio colosal lleno de nadie. Caminamos cerca de doscientos metros sintiendo el eco de nuestros pasos que se iban multiplicando a medida que la jauría entraba rabiosa a ubicarse en el mejor lugar. Pero el mejor lugar era el nuestro, en la mitad del escenario, a casi un brazo de distancia, de acá no nos mueve nadie.
Para que se hagan una idea, el vaso de agua costaba 2 € y el vaso de cerveza entre 4 € y 8 €!!! Sin escrúpulos realmente. Muy necesitado había que andar, y de esos no faltaban eh…


El concierto empezó en hora, a las nueve clavaditas. El Palau estaba a rebosar y la gritería ensordecedora confirmó la entrada de los maestros de maestros. Es extraño pero cuanto más viejos y achacosos están mejor se los ve. Juntos parece que han rejuvenecido unos cuantos años, parece que mutuamente se han dado unas inyecciones de vitalidad. Los dos han estado cara a cara con la “pálida dama” y han zafado, y ellos son los primeros, quien más podría, en reconocerlo y jugar sarcásticamente con eso, y no han encontrado la mejor forma que cantando a dúo la canción popular “Y no estaba muerto, no, no… estaba de parranda…”.
Como lo preveíamos, Serrat en su tierra cantaría y hablaría en catalán, porque más catalanista que Serrat no hay, pero que Sabina se largara sus monólogos y canturriara en catalán fue una sorpresa. Por esta razón nos perdimos muchos chistes y tuvimos que molestar más de una vez al catalán que tuviéramos al lado para una rápida traducción.
Hicieron un repaso por todas las mejores canciones de sus repertorios, hicieron versiones a dúo para la historia y se contagiaron uno del otro. Sabina por un lado, parecía menos inquieto y desfachatado que en veces anteriores, por lo menos lo aparentaba muy bien. Serrat, por otro lado, conocido por su saber estar, su comportamiento intachable y siempre respetuoso, parecía estar contagiado con el virus de la sabinitis porque por momentos tuvo los síntomas característicos, se comportó como un verdadero payaso, pero claro, haciendo las delicias de todos. Eran unos adolescentes en el escenario. Sobre todo cómplices, como si hubieran encontrado la física y la química necesaria entre ambos.
El concierto duró cerca de 3 horas, ya no recuerdo exactamente cuantas veces volvieron al escenario para complacer nuestro “¡otra! ¡otra!”, fueron como 3 o 4 bis fantásticos, como mini recitales.


En resumen y sin querer meterme más en detalles del concierto, porque sé que muchos amigos en Uruguay ya tienen su entrada para el recital y querrán que todo sea una sorpresa, les digo que es un espectáculo inolvidable. A estos dos monstruos de la música no se los ve todos los días en un mismo escenario.
El esfuerzo valió la pena.